EL ÚLTIMO BESO
Antonio Luis Aguilera
Impecablemente vestido de celeste y oro,
el capote de paseo bordado con la Virgen de los Dolores descansando sobre el
brazo izquierdo, la montera calada y un cigarrillo recién encendido entre los
dedos de la mano derecha, Manolete sale del Hotel María Cristina de San
Sebastián la tarde del 16 de agosto de 1947 para dirigirse al coso del Chofre,
la primera plaza del norte que pisó como matador de toros y la primera donde
resultó herido por un ejemplar de Mora-Figueroa. En la penumbra de chiqueros,
una hermosa y seria corrida del Marqués de Villamarta aguarda el momento en que
clarines y timbales ordenen su lidia y muerte por Juanito Belmonte, el
“Monstruo”, que actúa por décima vez ante la afición donostiarra, y Luis Miguel
Dominguín.
Trasteando en tablas al dificultoso
quinto, un gesto con la cabeza de Manuel Rodríguez delata la imposibilidad de
lucimiento, ademán que es aprovechado por unos despiadados para injuriar a su
madre, brutal ofensa donde la sinrazón aflora sin atenuantes como la condición
del astado o las orejas conseguidas por el torero cordobés tras la faena
realizada al segundo de la tarde. El ultraje levanta de su asiento a un
aficionado cuya localidad se encuentra próxima al lugar del matador, que se enfrenta
abiertamente a los provocadores. Manolete reconoce de inmediato la voz y sin
apartar la mirada del toro le dice: “Gracias, Torerito. Déjalos. Serán de
Bilbao y han venido a meterse conmigo.” Se trataba del novillero sevillano de
los años treinta Pedro Ramírez Marín, “Torerito de Triana”.
Las palmas se imponen a algunas protestas cuando los areneros
borran las huellas de la lidia. Manolete entra en el callejón y Matías Prats,
que transmite la corrida por Radio Nacional de España, lo requiere para entrevistarle.
El torero se acerca al burladero donde se cobija su paisano y comenta: “Me
piden más de lo que puedo dar. Sólo he de decir que tengo muchas ganas de que
llegue el mes de octubre.” La hostilidad del público está haciendo mella en su
ánimo. Días antes, en esta misma plaza, ha confesado a su amigo Arruza: “Yo no
puedo seguir así, Carlos...” El desaliento ante el acoso se refleja en su
rostro cuando apoyado en la contera de la barrera sigue la lidia del sexto. Su
mirada parece perdida en la arena donde cinco años antes, “Ribereño”, un
saltillo de Félix Moreno, le hirió en la mejilla izquierda dejándole una
cicatriz en la comisura del labio para el resto de sus días.
Al caer la noche la cuadrilla cena y se relaja comentando las
incidencias de la corrida en el restaurante Legorburu de la calle Hermanos
Iturrino. Manolete aprovecha la ocasión para acudir a “Villa Iru”, frente al
casino de la playa de Miraconcha, distinguida zona residencial al sur de la
bahía de la Concha donde veranea su madre, que en junio abandonó Córdoba
buscando la brisa del Cantábrico y el suave clima de la señorial urbe que se
extiende a la sombra de los montes Igueldo y Urgull. Impacientes aguardan doña
Angustias, junto a su hija Teresa y sus nietas Lola, Encarnita y Rafaela, a las
que el torero abraza al llegar y pregunta si tienen un vaso de vino fresco.
Todo parece poco para el “niño”, que distendido aprovecha el encuentro familiar
para olvidar las ingratitudes del traje de luces.
Mientras la luna refleja sus rayos de plata sobre el espejo de
la bahía y el cielo luce un radiante palio de estrellas, madre e hijo saben que
llega el momento de decir adiós. Hay que partir para cumplir compromisos que
comienzan a pesar, aunque consuela pensar que todo acabará con la retirada, decidida
para final de temporada. La noche luce todo su esplendor cuando los brazos que
dominan las más ásperas embestidas rodean tiernamente la cintura de la mujer
que le dio la vida, la albaceteña que con cuatro años de edad llegó a Córdoba
para convertirse en doble esposa y madre de toreros. Manolete bromea con su
hermana y las niñas antes de abrazar y besar a su madre, que junto al flamante
coche del matador delata con sus lágrimas la preocupación que le embarga por
quien viaja a Toledo para jugarse la vida.
El día de San Agustín Manolete torea una
de Miura en Linares. Inquieta tarde de rezos en “Villa Iru”, donde anochece y
el teléfono no suena a la hora de costumbre. Pasadas las nueve, Encarna atiende
la anhelada llamada y muestra su extrañeza al no escuchar la voz del tío
Manolo. Quien está al otro lado es Máximo Montes “Chimo”, el mozo de espadas.
Dice que el torero ha sufrido un puntazo, algo parecido a lo de Madrid, pero
que ha sido operado y todo va superior. El escudero del héroe sortea como puede
la situación e insiste que no deben dar importancia a las noticias de la radio.
Antes de colgar requiere especial cautela en cómo decírselo a la abuela, que es
mayor y no debe sobresaltarse. Mas nada ni nadie puede impedir que la
preocupación estreche el círculo familiar alrededor de una radio en espera de
noticias tranquilizadoras.
José Flores “Camará” telefonea a Pablo
Martínez Elizondo informándole de la gravedad de la cornada. El apoderado
aconseja el regreso de la madre del torero y lo encomienda a su interlocutor,
que inmediatamente acude a “Villa Iru” y con su presencia inquieta el ánimo de
la familia. Con palabras tranquilizadoras el empresario vasco sugiere a doña
Angustias que viaje a Linares y se ofrece a llevarla; considera que a Manolo le
agradará verla a su lado después de la operación. Pero este argumento agudiza
el sexto sentido de quien ha entregado su vida a tres toreros, que intuye que
ocurre algo desagradable y pide explicaciones. La confusión aumenta ante
evasivas que si algo aconsejan es permanecer prudentemente en San Sebastián.
Sobre las once de la noche, sin que el engaño de buena fe del emisario haya
surtido el efecto deseado, doña Angustias emprende viaje y calla. Sabe mejor
que nadie que su hijo no quiere tenerla a su lado cuando resulta herido.
Los faros del automóvil del Duque de
Villapadierna iluminan la carretera. Lo ha cedido para la ocasión a “Chopera”,
que sortea curvas y procura distraer a la madre del torero, acomodada en el
asiento trasero junto a Encarna, la nieta que siguiendo los pasos de la abuela
contraerá nupcias con Agustín Parra “Parrita” y será esposa y madre de toreros.
En el trayecto doña Angustias rememora la conversación que tuvo con Manolo
cuando a mediodía velaba armas en el Hotel Cervantes. Ambos habían disimulado
la preocupación propia de los días de corrida hablando del calor de Linares y
su contraste con la suave temperatura de San Sebastián, breve charla donde
antes de la despedida no falta el deseo de suerte y la recordatoria de que
llame por la noche. El monótono rugido del motor y la penumbra del interior del
vehículo provocan fugaces cabezadas, constantemente desveladas por una inquieta
pregunta: ¿Qué hace camino de Linares si todo transcurre con la normalidad que
asegura Pepe Camará?
Nada es normal en el Hospital de los
Marqueses de Linares, donde la preocupación por el estado de salud del torero
aumenta con el paso de las horas. Al reanimarse de la segunda intervención,
Manolete tiene palabras de ánimo para todos los miembros de la cuadrilla, mas poco
después se nota mal y lo comunica a quienes le rodean. Pide las medallas para
invocar su divina protección; desde la alternativa suma veintinueve cornadas y
en ninguna sintió peligrar su vida como en la que iguala los años que cuenta.
Batallando con la debilidad se esfuerza en mantener los ojos abiertos. Anhela
más que nunca la llegada del nuevo día. Pero la noche no tiene prisa en plegar
su velo negro. Los médicos tranquilizan al torero, aseguran que todo va bien,
pero éste teme lo peor y angustiado piensa en San Sebastián, donde supone a la
mujer a quien quiere evitar cualquier sufrimiento, y deja que sus labios
liberen la pena que embarga su alma: “¡Qué disgusto se va a llevar mi madre!”.
El
automóvil que cruza España no llegará a Linares, sino a Córdoba, que en las
postrimerías de agosto parece más lejana y sola que nunca. Sobre las cuatro y
cuarto de la tarde del viernes doña Angustias entra en el chalet familiar de la
avenida de Cervantes y se desvanece al contemplar la capilla ardiente de su hijo.
Destrozada por la pena, abraza fuertemente el cadáver y no cesa en llantos y
sollozos. La conmoción por la fatal cogida estremece a todo el orbe taurino.
Linares ha suspendido sus fiestas y consuela su dolor con tarantas y vino amargo. Guadalquivir abajo,
la ciudad de la mezquita levanta la mirada al cielo para entonar la más honda y
contrita de sus soleares. Teresa, Lola y Rafaela abandonan San Sebastián. Al
partir, con los ojos bañados en lágrimas y un nudo atenazando la garganta,
recuerdan que allí fue donde besaron por última vez al rey de los toreros.
FOTO: JOSE LUIS CUEVAS
CUADRO REALIZADO POR: JOSE LUIS CUEVAS
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