jueves, 31 de diciembre de 2015


El mejor recuerdo del año… para muchos años


finitoParece que fue ayer. Y sí, prácticamente fue ayer. Concretamente el sábado 30 de mayo de 2015. En su ciudad, en su plaza, ante su gente… Casi un cuarto de siglo después de aquel paseíllo enfundado en un terno terciopelo blanco y oro, dispuesto a doctorarse en Tauromaquia, así como después de tantas y tantas páginas bellas e inolvidables escritas sobre el mismo albero, volvió a suceder.
Parecía que lo habíamos visto, y lo volvimos a ver. Que lo habíamos sentido, y lo volvimos a sentir… Que ya lo sabíamos, y de pronto, nos dimos cuenta de que seguimos sin saber nada. Que el misterio, ese misterio hondo y efímero, se sigue descifrando una vez más para, más tarde, volver a enmarañarse y enredarse allí donde la razón no alcanza y donde, sin embargo, sí llega el sentimiento, sí navega el corazón.
Comprenderán, espero, que no sea capaz de abordar una explicación lógica de la faena que Finito de Córdoba realizó a “Laborador”, número 66, de Núñez del Cuvillo, cuarto de aquella tarde en la que el tiempo, el de la propia tarde y el del medio siglo de esa plaza, quedó detenido. Comprenderán, espero, porque quizá les haya pasado al intentarlo, que sea difícil juzgar, valorar, someter a medida alguna, una obra que está fuera de cualquier tentativa medianamente objetiva de ser cuantificada.
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Me quedo con lo que el artista transmitió, con lo que confesó que sentir. Con ese volver a ser un niño que soñaba torear de la manera que entendía ese arte. Con su recuerdo a un toro, a un colaborador excepcional, que le permitió expresar el toreo tal y como lo siente, tal y como lo sueña…
Pienso en esas palabras del torero, en esa evocación del Juan Serrano niño, y me vienen a la mente las de Melitón, su padre, el día que me explicaba lo que significó ver a su hijo hacer por primera vez el paseíllo en “Los Califas”, una tarde septembrina de 1988. Era lo máximo. Lo que hasta ese momento más deseaban en la vida. Por lo que tanto habían luchado y se habían sacrificado.
Su día, su plaza, su gente… Y parece que fue ayer. Lo fue, en verdad lo fue, porque todo lo deseado, todo lo luchado y todos los sacrificios realizados, siguen valiendo la pena cuando ese escenario vuelve ser el teatro infinito de los sueños de aquel niño, el misterio inacabable, la grandeza inabarcable, la gloria a la que todo artista aspira y la que todo aficionado sueña con tocar un día. Con que se muestre ante sus ojos y le pellizque el alma; Expresar y sentir lo expresado. La fortuna de contemplar una de las faenas su vida. Y también de la nuestra. Ese milagro que explicó Curro Romero en su singular biografía, escrita por Antonio Burgos, cuando hablaba de que si sólo se cortan orejas, nadie sale de la plaza haciendo así con las manos como si llevaran la oreja. Porque no llevan dentro ningún recuerdo, no llevan dentro nada ni se les ha quedado nada, porque no han visto nada. Sólo la oreja. Pero cuando han visto algo digno de recordarse, entonces sí que salen toreando con las manos, echando las manos abajo, como hay que echarlas, toreando despacito. Se habla de los lances, de los muletazos… Que es de lo que hay que hablar… Y de eso, justo de eso, es de lo que con el paso de los días, de los meses, se ha terminado hablando cuando se rememora aquella obra.
De la huella en uno mismo, de las sensaciones, del hondo asiento que, golpe a golpe, punzada a punzada, dejaron sus pasajes en el corazón. De eso es de lo que siempre he querido hablar cuando, como hoy, he tenido ocasión o me ha apetecido. Intentarlo al menos, aunque, como he dicho, no me acerque lo más mínimo. Sabedor, también, de que mis palabras, como todas las palabras, pasarán. Y pasarán quienes las pronuncian o las escriben, en un sentido o en otro, para bien o para mal. Irán pasando las leyes, las normas, las pautas establecidas… Todo seguirá girando, adaptado o no a los tiempos, adaptado o no al sentir de cada uno… A cada opinión, a cada modo de ver las cosas…
Sólo hay algo que permanecerá inalterable, que seguirá vigente, que nunca morirá. Algo en lo que al final todos – o casi todos -, seguidores y detractores, optimistas y pesimistas, entregados y renegados, acaban estando de acuerdo cuando hablamos de quien hablamos: misterio, esencia, pureza. Toreo. Eternidad. Por eso, parecerá que fue ayer, pero en verdad, lo será y habrá sido siempre. Un instante ante nuestros ojos y una vida entera en nuestro interior. Una fecha y un plaza. Un torero y un toro. 30 de mayo, Córdoba, Finito y Laborador. Una faena. La faena. De esas que, de verdad, nunca se olvidan.
Juan J. Espinosa
Fotos: José Carlos Millán
Fotos: Jose Luis Cuevas

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