jueves, 25 de enero de 2018


El lazarillo de Cañero que triunfó en América y salió a hombros de Las Ventas


  • Fernando Martín Tortosa se probó en el Matadero y con Porritas,
  • ganó su primer traje de luces triunfando en un festival y un titular de prensa lo bautizó
  • traje de luces triunfando en un festival y un titular de prensa lo bautizó
  • como Fernando Tortosa


EL Club Deportivo Córdoba estrenaba el nombre de Real, la camiseta verdiblanca y el ascenso a segunda división. La Victoria acogía la primera Exposición Nacional del Aceite de Oliva, inaugurada por el ministro Miguel Primo de Rivera. El alcalde y médico, Antonio Luna, recuperaba la becerrada del Club Guerrita y Manolete, con casi 100 corridas esa temporada, ejecutaba la mítica faena a ratón en Las Ventas. La Huerta de La Viñuela y Cañero figuraban ya en los planes urbanísticos y en la ilusión de la ciudad. Allí, donde Córdoba se confunde con la carretera de Madrid, vivirían María Tortosa Conde y Ricardo Martín Guerra.
El muchacho de El Rubio y la joven de Aguilar se casaron en Santa Marina y se instalaron en el número 3 de La Fuensantilla. Allí nació Fernando, un domingo 25 de junio de 1944 y, en torno a los siete años, estrenó casa en la calle Cerámica de Cañero. Mientras el asfalto ganaba terreno a las huertas de Levante, nacían Rafaela, Francisco, Ricardo y María. Eran los años del hambre y el racionamiento; los de los chiquillos asaltando las huertas de La Viñuela o de la Sardina y el trabajo prematuro. Fernando se empleó como lazarillo de Antonio Tejero Serrano, el piconero ciego que fuera abuelo de actores y toreros. Cuenta que le daban diez reales y la comida y nunca le faltó de nada: “Aquella mujer me trató como a un hijo y las huertas daban de todo. Si venía el capataz, corríamos. Entendían la necesidad que había”.
Tenía ocho años cuando lo llevaba el padre a la puerta de Los Tejares porque no había dinero para estar dentro. Guarda de entonces el impacto de un torero triunfante, a hombros por el arco de la Malmuerta camino de San Cayetano; se llamaba José María Martorell. Quizá fue entonces cuando despertó al deseó de vestir de luces, o tal vez al ver la silla del novillero Antonio Tejero Conde, Pescaderito. Por eso, Fernando empezó a cambiar las tapias de la Sardina por las del Matadero y el juego del toro. Alguien le contó que había vacas viejas y fue su manera de hacer la luna, de comprobar “lo que se siente al dar unos muletazos en aquel corral, sobre las piedras; eso hay que vivirlo”. El tremendo accidente de otro maletilla no le quitó las ganas. Luego, trabajando en Recambios Marcial de la Puerta del Rincón, llevaba los cafés fríos porque se embelesaba mirando las fotos de Manolete del bar Paco Cerezo. Aquello le daba la oportunidad de decirle a los clientes que quería ser torero. Espinosa de los Monteros lo invitó a probarse, pero el jefe no le dio permiso para ir y se despidió. Coincidió con la llegada de Porritas a su barrio, otro de los muchos golpes de suerte que agradece a la vida.
Con 15 años iba de ayudantillo al campo a ver embarcar, limpiaba cajones, estaba cerca de los toros y Ángel Ramírez lo apoderó. Mucho antes, embarcando una corrida de Prieto de la Cal, le preguntaron: “¿Te parecen grandes?” y respondió: “Algún día torearé yo un toro de estos”. Sería diez años después en Madrid, cortando dos orejas y encandilando a Pepe Dominguín, con quien se fue a América en 1969.
Ya antes, el 17 de junio de 1962, había hecho su primer paseíllo con El Albaceteño en Los Tejares, de la mano de Emilio Fernández, el mismo que lo contrató de nuevo para el 4 agosto con El Carloteño. Debutó con picadores en Priego en abril de 1964 y cerró el verano cortando dos orejas en Los Tejares. En otoño y en Priego, su bautizo de sangre dejó el pitón a milímetros de la femoral.
Emilio Fernández, el empresario diestro en retórica que pagaba con billetes de 20 duros para que abultara más, le compró 11 novillos de Gerardo Ortega para que se recuperara y reapareció en Los Califas en marzo de 1966. Un año más tarde, en Saint Sever (Francia), su suerte lo puso junto a un excelente cirujano y espectador que le salvó la vida y el pulmón. Reapareció en Madrid en septiembre con la afición, la crítica y hasta Manuel Benítez, admirando su personalísimo estilo con la muleta y las banderillas, y esa divina maestría con la espada. Pero su mayor emoción de entonces fue ver “Fernando Tortosa, torero de Córdoba” en su tapia de La Viñuela. Ese amor a la tierra le llevó a rechazar su doctorado en Barcelona y Castellón y, por esas nebulosas razones que los toreros saben y callan, se cerraron las puertas de los circuitos aquel año.



Eligió la alternativa en Los Califas, el 19 de marzo de 1968, con Diego Puerta como padrino y Manuel Cano, El Pireo. Obtuvo entre otros la Oreja de Oro del Club Calerito y triunfó también en Portugal, Francia, Sudamérica y el resto España con Antonio Ordóñez, Palomo Linares, Paquirri, Diego Puerta, El Puri o El Hencho. Una mañana en Gerona, almorzando, vio la felicidad de un albañil junto a su mujer y sus hijos. Era el 25 de julio de 1975. Cortó dos orejas y cuando el padre le habló de Barcelona contestó: “Papá, ya no me visto de torero más”. Dejó atrás y rechazó, con la elegancia de los diestros cordobeses, propuestas de las mejores plazas, empresarios, apoderados y figuras del toro. Volvió junto a Ángela Cuevas, la niña de 11 años que veía limpiar verduras, la que fue su novia con 13 y le dio el sí quiero en El Rescatado, un 18 de abril de 1976. Nacieron Ángela, Fernando y Pilar; ingeniera, jurista y economista, son el mayor orgullo del muchacho de Cañero que quiso y supo ser un torero valiente y honrado.
Fuente el Dia de Córdoba

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