Las fatigas de un maletilla (V)
Los ratones de Palma del Río
La última capea por Madrid fue en Torres de la Alameda, el primer domingo de octubre. Y cuando terminó me pregunté: “¿Y para dónde tiro?”
Era el año 1968 o 1969. Estaba Manuel Benítez El Cordobés en pleno apogeo y, como atraído por un imán, pensé “Me voy a la vendimia a mi tierra, y con el dinero que gane me voy a Palma del Río, a conocer el pueblo de El Cordobés.”
Así lo hice. Vendimié en mi tierra, en Valdepeñas, y con lo que gané me fui a conocer Palma del Río.
Llegué allí de madrugada. Estaba helando. Me acosté en un parque, en un banco.
Estando en el banco pasó una buena mujer, y me dijo “Muchacho, vente a casa, que te vas a helar.” Yo tenía 17 años.
Me levanté del banco y estaba ya el capote como una tabla de la helada que estaba cayendo.
La mujer me llevó a su casa, y dormí en una cuadra. Había dos caballos. La mujer me dijo que allí haría más calor, con los caballos. Y era verdad.
La mujer se portó muy bien al llevarme a su casa, pero se veía que era muy pobre, o muy tacaña. Ni me dio un bocadillo, ni un café, ni nada. Aunque bien pensado, posiblemente me salvó la vida. Que no era poco.
Llegó por la mañana, me preguntó que cómo había dormido, y yo contesté “Bien, señora, muchas gracias.” Pero me dijo “Lo siento pero debes irte, porque me tengo que ir a coger algodón.”
Se ve que era muy pobre. No sé si vivía sola. Tenía la casa pegada al río Genil, a la salida de Palma del Río hacia La Campana. Aclaro que La Campana es ya de Sevilla, donde están los Miuras.
Le di las gracias a la mujer, y me dijo “Hijo mío, si no te hubiera llevado a mi casa anoche ahora estarías muerto, de frío.” Contesté “Señora, si no me he muerto de frío y de hambre en Salamanca, yo no me muero ya en la vida.”
Me despedí de la mujer. Ya era de día y estaba helando. Me crucé con un hombre y le pregunté por algún bar con ambiente del toro. Me dijo que donde acababa el parque estaba la peña de El Cordobés.
Me fui para allá con mis trastos de torear al hombro liados en el maco.
Era un bar muy pequeño y muy viejo. Eso sí, estaban las paredes llenas de fotos de El Cordobés.
El dueño era un hombre muy gordo. Se llamaba Manuel Chaneca. Al hombre se le veía gordísimo y delicado. Estaba siempre con los brazos apoyados en el mostrador. Puso la peña de El Cordobés porque había sido amigo del padre del Benítez.
Total, entré, pedí un café, le pregunté si podía dejar allí el maco, me dijo que sí, y me mandó a comprar jeringos para el café.
Yo no sabía lo que eran los jeringos, y como supongo que me vería la cara que puse, me dijo “Churros. Aquí los churros se llaman jeringos.”
Pensé “Empieza bien la mañana. Ya me están invitando a churros sin conocerme. No vamos mal.”
En Palma del Río estuve seis meses en los que llevé vida de maletilla auténtico.
La noche siguiente me di una vuelta por la salida del Palma del Río, y a dos kilómetros vi una caseta de los antiguos peones camineros. Estaba abandonada.
Entré por una ventana porque la puerta estaba cerrada. Se veía llena de mugre, pero dije “Esto para mí es un hotel.” Lo miré bien y decidí dormir allí.
Volví a Palma del Río y cogí el maco. Estaba anocheciendo. Me preguntó Chaneca, el dueño de la peña, “¿Dónde vas a dormir?”, y le dije que en una caseta que había en la carretera de La Campana. Me dijo “La conozco. Está abandonada.”
Dicen que los gitanos no quieren buenos comienzos. Digo esto porque este hombre, Chaneca, cuando me conoció, me invitó a churros, pero en los seis meses que estuve en Palma no me volvió a invitar más.
La verdad es que en Palma del Río había mucha pobreza, y en este bar no entraban más que cuatro viejecillos.
Chaneca, el hombre, era bastante guarro. Ponía los codos en el mostrador y escupía mucho. Por eso no entraban, creo yo, más que cuatro viejos, con todos mis respetos, y Que en Paz Descanse.
Como he dicho, recogí el maco. Tenía 200 pesetas. Pasé por una tienda. Compré pan y un poco de queso y me fui para la caseta donde iba a dormir.
Llegué a la caseta –era temprano pero de noche- y pensé “Dejo aquí el maco, con el pan y el queso, y me vuelvo a Palma, que habrá gente en los bares, a ver si encuentro trabajo de lo que sea.”
Llegué a Palma y el primer bar que había se llamaba La Alegría, porque estaba en el barrio de La Alegría.
El bar era del padre de un torero. Se llamaba El Barquillero. Total, que pasé y le pregunté al padre del Barquillero. Le dije que era maletilla y que iba buscando trabajo.
Me invitó a un café con una magdalena, y me dijo “Vente mañana a las ocho, que estará el hermano de El Cordobés. Se llama Pepe. Te lo presentaré. Seguro que te dará trabajo para coger algodón en Saetillas, la finca de su hermano.”
Tan contento, cogí el maco y volví a la caseta. Pero al salir de Palma, al cruzar el río Genil, había en un cercado unas vacas suizas. Me metí, empecé a acariciar a una vaca y me puse a ordeñarla. Era de lo poco que había aprendido en mi pueblo, Infantes. Al final bebí bastante leche.
Llegué a la caseta y entré por la ventana. Llevaba cerillas, que siempre vienen bien.
Me quedé helado. ¡Los desgraciaos de los ratones se habían comido todo el pan y el queso!
¡Maldita mi suerte!
Empecé a mirar con las cerillas. No habían dejado ni una miga. Y yo llevaba un hambre muy grande.
Esto que voy a decir va a sonar raro pero es la puta verdad. Si en aquel momento pillo un ratón –lo digo de corazón- le quito las tripas y me lo como. Jurao que lo habría hecho.
Había agujeros en las paredes. Los pegué fuego para ver si salía alguno. No salió ni uno. Y para colmo me quedé sin cerillas. No me lo podía creer. No dejaron ni una miga.
Yo, cuando oigo el refrán, “Sabes más que los ratones coloraos”, corrijo y digo que los ratones de Palma del Río. Son los más listos del mundo.
Menos mal que había tomado la leche de la vaca de camino a la caseta.
Aquel día, como tantos otros, me acosté sin cenar. Tampoco había comido. Me tumbé en el suelo, y cuando amaneció me desperté por el frío. La barriga me sonaba como la guitarra de Paco de Lucía.
Cogí el maco y me fui para Palma de Río, al bar del padre del Barquillero, que ya me conocía del día de antes.
Le conté lo del queso y me preguntó, riendo, si era verdad. Le dije que ojalá fuera mentira.
Me presentó a Pepe, el hermano del Cordobés, que se estaba tomando una copa de caña. Le dije que era maletilla y buscaba trabajo. Me invitó a desayunar y me dijo que me subiera a un camión y me fuera a coger algodón.
Y me fui a coger algodón, algo que no había hecho antes en mi vida. Y sin comida.
Si le hubiera pedido un bocadillo al padre del Barquillero me lo habría dado, pero yo tenía 17 años y era muy tímido. Así que me fui a coger algodón sin comer.
Estuve todo el día agachado cogiendo algodón. Estábamos cuarenta o cincuenta personas.
Llegó la hora de comer y la gente almorzaba en el tajo.
Me fui a dar una vuelta para que no se dieran cuenta de que no tenía para comer. Si se hubieran enterado de que no comía, seguro que me habrían dado algo entre todos, porque eran pobres, pero muy buenas personas.
Total, el primer día de mi vida cogiendo algodón, 17 kilos, a 5 pesetas el kilo, 17 duros (85 pesetas).
Eso era poco dinero. Había gente que cogía 80 kilos, pero el algodón, si no lo has cogido nunca, es muy difícil que se te dé bien desde el principio. Así que, con 17 duros, en el año 1967, solo tenía para cenar un bocadillo y comprar algo para comer al día siguiente. Es decir, trabajé todo el día para poder comprar algo de comer.
Me cené un bocata en el bar del padre del Barquillero. Le dije que no había comido en todo el día. Le sentó muy mal. Me había cogido aprecio.
Esa noche no me cobró ni el bocata ni un café con leche. Me preguntó “¿Cuántos kilos has cogido?”, y cuando le contesté que 17 me dijo que eso era muy poco, pero que para ser la primera vez no estaba mal. Me dijo “Seguro que mañana coges más.” Y yo, para mí, pensé “Seguro, porque voy echar tierra de vez en cuando para que pese más.”
Al día siguiente ya me llevé un bocata y, estando comiendo en mitad del campo, me preguntaron que de dónde era. Les dije que de Villanueva de los Infantes, en Ciudad Real. Y uno me preguntó que dónde me había ido el día de antes cuando ellos pararon a comer. Y se lo dije. “Me fui porque no tenía comida.”
A todos les sentó muy mal. Y empezaron a darme de todo. Les dije que ese día sí había llevado un bocadillo, pero como me dieron un montón de cosas, el bocadillo me lo dejé para cenar.
Cuando me preguntaron que qué hacía en Palma del Río les dije que era maletilla. Más se entregaron conmigo cuando se lo dije.
Total, que como había pensado, hice una pillería. En mi saco eché algodón, y también algo de tierra, que pesa bastante más.
Los sacos se pesaban en mitad del campo. Ponían tres palos y una romana, enganchaban el saco y lo pesaban.
Al tantear mi saco el sobrino del Cordobés, se llamaba Juan, hijo de su hermana Angelita, la mayor, me dijo “Torero, este saco pesa mucho para ser solo algodón.”
Lo rajó por medio, y cuando vio la tierra, madre mía qué vergüenza, dijo “Pero ¿cómo has hecho esto torero? ¡Con tu saco con tierra echas un camión a perder!”
Le dije, “Juan, yo soy trabajador, pero no he cogido nunca algodón, y no saco para comer y la pensión.”
Dijo, “Menos mal que me he dado cuenta. Veo que eres buen muchacho, aunque un poco apurao. Vete para Palma y le dices al padre del Barquillero que te dé de comer y de cenar de mi parte.”
Qué bien se portó conmigo Juan, el sobrino del Cordobés.
Me fui andando de la finca a Palma del Río. Había igual cinco kilómetros. La finca se llamaba Saetillas. Allí no había ganado bravo, había remolacha, trigo y algodón.
Llegué a Palma, fui al bar del Barquillero y le dije “Me ha dicho el Juan que hasta que me busque trabajo que coma aquí de su parte.”
“Si te lo ha dicho el Juan -sentenció el padre del Barquillero-, vente aquí a desayunar, a comer y a cenar.” Al fin y al cabo, El Cordobés tenía muchos millones y yo era maletilla, como fue él.
Allí fui una semana a desayunar, comer y cenar, aunque seguía durmiendo en la caseta donde los hijos de puta de los ratones se comieron el pan y el queso.
El tiempo que estuve allí no vi ni un ratón. Si hubiera visto alguno habría muerto, seguro.
Total, pasaron los días y una noche me junté con Juan en el bar del Barquillero. Le dio mucha alegría verme, y a mí verle a él más, porque pagó todo lo que me tomé.
Me dijo “Te he buscado un trabajo en un cortijo que se llama Somontes. Allí trabajó mi tío, El Cordobés.”
Esa noche no pegué ojo pensando que iba a trabajar en un cortijo en el que había trabajado El Cordobés. Aunque como Juan me había pillado en lo del saco de algodón, y sabía lo que se puede llegar a hacer cuando estás apurao, me advirtió “Pero pórtate bien y no hagas nada malo, que allí al lado está la ganadería de Javier de la Cova.” Le dije “Juan, basta que vaya de tu parte para portarme bien.”
Pero casi le fallé, porque una noche, trabajando en el cortijo de Somontes, me levanté a las tres de la madrugada. Había luna llena. Cogí la muleta y me fui a la ganadería de Javier de la Cova. Y digo “casi le fallé” porque, aunque iba con la intención, no pude torear.
Había que cruzar un arroyo con bastante agua. Me quité los zapatos o, mejor dicho, las zapatillas. Lo crucé. Al lado estaba la alambrada. La salté. Había mucho monte. Andé cincuenta metros o por ahí y me vi de frente con seis u ocho toros de corrida.
El corazón se me salía porque iba solo y eran las tres y pico de la madrugada. Monté la muleta y me fui para los toros.
La mitad se fueron y uno se me quedó mirando. Me fui fijo a por él. Yo pensaba que se iba a arrancar, porque estaba a ocho o diez metros. Sin embargo, cuando le dije, despacito “¡Eje!” se pegó la media vuelta y se fue también.
Si se hubiera arrancao quizás yo no estaría escribiendo esto ahora, estaría seguramente muerto, porque un toraco de esos, y yo con afición a rabiar pero poca experiencia en medio del campo y solo…
Claro, al salir los toros para arriba, con el estropicio que formaron, empezaron a ladrar los perros y vi cómo se encendían las luces del cortijo.
Salí corriendo, brinqué la alambrada sin poner las manos y crucé el arroyo, esta vez sin quitarme las zapatillas.
Cuando iba para el cortijo donde estaba trabajando me salió un hombre con una escopeta. Era el guarda.
Me apuntó poniéndome el cañón en el pecho. Lo vi muy nervioso. En ese momento no tenía ninguna duda. Pensé “Me mata. Aquí muero como un perro. Hasta aquí he llegado”. Pero pensándolo en serio, que me pegaría un tiro y que luego me enterraría por ahí y no se enteraría nadie.
Cuando me preguntó mi nombre sacó un bolígrafo. Se lo quité y lo tiré al suelo.
Madre mía, para qué hice eso. Se volvió como loco. Se puso a decir muchas veces seguidas “Muchacho, tú estás loco. ¡No sabes lo que haces! ¡Me buscas la ruina! ¡Tengo tres hijos! ¡Me buscas la ruina!”
Me puso el cañón de la escopeta en la frente. Echaba espuma por la boca. Lo digo de corazón que pensé “Ahora sí me mata.” Pero lo que hizo fue pegarme con la culata en la cara.
Por supuesto no le dije que estaba en Somontes. Le dije que llevaba dos días en Palma del Río.
Cuando me pidió mi dirección le dije que dormía en la calle. No sé por qué pero se templó un poco, y me dijo “Anda muchacho, tira pa Palma, que esta noche no te he matao, bien lo sabe Dios, porque tengo tres hijos. Pero si te veo otra vez por aquí, te mato sin hablar contigo. Métetelo en la cabeza.”
La suerte que tuve es que él no sabía que trabajaba en Somontes, porque le dije que llevaba dos días en Palma.
Tiré como si fuera para Palma, aunque lo iba observando, y vi que se iba para el cortijo donde estaban los toros.
A mí me costó andar más de la cuenta porque tiré para Palma, y luego tuve que volver para Somontes.
Aquella noche fue la que más cerca vi la muerte en los 72 años que tengo (en 2023).
Mira que me habré puesto delante de mil toros y vacas toreadas en las capeas, y he estado trabajando en Ferralla en alturas tremendas, y en las minas. De hecho, una vez, en una mina, nos metimos tres y solo salí vivo yo. Los otros dos murieron dentro. Pero esa noche de la escopeta, con el cañón en el pecho y en la frente, y yo tirarle el bolígrafo, no tenía ninguna duda de que iba a apretar el gatillo y de que iba a morir por ir a torear de noche.
Y sin embargo la cosa quedó ahí.
Estuve trabajando en Somontes tres meses y no tuve ningún problema.
No fui más a la finca de Javier de la Cova. Tenía más miedo a la escopeta del guarda que a los toros. No era para menos. Con lo cerca que había visto la muerte…
En Somontes dormía en una nave muy grande, en un saco de paja.
A esa nave llegó una familia de la Alameda, de Málaga. Padre, madre y cinco hijos. Pusieron en el pico de la nave un toldo para su intimidad, y fueron a la remolacha.
No he visto en mi vida una familia más humilde y más buena.
Cuando vieron que quería ser torero y dormía en un saco de paja me dijeron “José, desde esta noche, tú a dormir con nosotros.” Les contesté que no quería molestar. Se enfadaron y me dijeron “¿Tú en la misma nave y durmiendo en un saco de paja y a base de bocadillos? Eso no.”
Ese día, por la noche, me junté con ellos. La mujer me decía “Tú, José, como si fueras un hijo más.”
Llegó Navidad. Ellos tenían un piso de alquiler en La Campana, un pueblo de Sevilla. Me preguntaron “Tú, José, para Navidad, te vas con tu familia, ¿no?” Les dije que no, que por culpa de querer ser torero no me llevaba bien con ellos.
La respuesta fue “¡Tú a La Campana con nosotros, como un hijo más!”
Les dije que eran fechas para estar con la familia, que yo me quedaba en el cortijo.
Se vino la mujer para mí, me abrazó llorando y me dijo “Hijo mío José, no hagas eso.”
Yo, al ver esa mujer decirme eso, esas palabras, como si fuera su hijo, le dije “No llores, madre, que me voy con vosotros.”
La llamé “madre” porque la verdad es que me trataba igual que a sus cinco hijos.
Pero si la madre era buena, el padre lo era igual. Ellos me decían “hijo”, y sus hijos me decían “José el hermano torero”. Qué familia más buena, señor mío.
Muchas noches, sentaos en el brasero, me contaban su vida, y yo les contaba la mía.
Llegaron las navidades y nos fuimos a La Campana. Pasé las navidades más bonitas de mi vida.
Los hijos empezaron a presentarme a gente de La Campana. Amigos y amigas de ellos. Un montón de gente, bailando en la plaza… Al final los hijos y yo nos pusimos a gusto.
Los cinco conmigo, me abrazaban y me decían que me quedara para siempre con ellos.
Vaya noche más bonita. En la vida se me olvidará esa familia y esa noche en La Campana, ese pueblo de Sevilla.
Total, pasé dos días en La Campana y otra vez me fui para Somontes a trabajar. Yo volvía a Palma del Río y ellos se iban para La Alameda.
Madre mía, qué momentos al despedirme de todos. Eso era para haberlo grabao. Todos llorando.
Se me ocurrió preguntarles que cuánto les debía por acogerme, y toda la familia saltó “Hijo mío, José, ¿cómo nos dices eso?”.
Yo les decía que tenían que cobrarme porque también eran pobres. Y el padre y la madre me dijeron, muy serios “José, si intentas darnos dinero, lo quemamos.”
Vi que no me iban a coger ningún dinero que les diera.
Cogí mis trastos de torear y me despedí llorando. Todos diciéndome “José, hijo, a ver si llegas a ser como El Cordobés, que estuvo trabajando aquí en Somontes, como tú.”
Me dolía la cabeza de tanto llorar, y ellos también, toda la familia, llorando.
Me colgué el maco. Llevaba un kilómetro andado y seguía viéndolos a las afueras del cortijo, levantando las manos, despidiéndome.
Cuantas veces en mi vida pensé que si llegaba a ser un gran torero… Pero no pudo ser.
Aun así, mientras viva, a esta familia de Alameda la llevaré en la mente. Hace 55 años de esto, lo estoy escribiendo y se me saltan las lágrimas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario