lunes, 27 de noviembre de 2023

 

Las fatigas de un maletilla (I)

El Niño del Tentadero primero por la izquierda

“Esta es mi historia de querer ser torero, que, pasando el tiempo, fui El Niño del Tentadero”

Mi vida en Villanueva de los Infantes

El 27 de mayo de 1950 nací en Villanueva de los Infantes, provincia de Ciudad Real. Somos tres hermanos: una hermana, Mari, la mayor, mi hermano Manolo, y yo, José María. Mi padre, Alfonso, mi madre Josefa. Éramos una familia muy pobre. Toda mi familia nacimos en Infantes.

Pero bueno, voy a explicar mi vida, que es de lo que se trata.

Lo que yo recuerdo, con 11 o 12 años, es que me dedicaba a matar pájaros con un tirachinas, a tirar piedras a los perros y a los gatos, ir a las huertas a robar fruta, romper bombillas, y meterme en peleas a pedradas entre críos.

Todos los días llegaba a casa echando sangre.

Varias veces fueron los serenos a decirle a mi padre que tuviera cuidado conmigo, que era muy malo.

Y un día, cogió mi padre y me ató a una columna con una cadena en los pies.

Los vecinos le decían a mi padre que me soltara, que no era un animal.

A los pocos días me metieron en una escuela.

Recuerdo que estando allí el primer día, por delante de la escuela pasó gente de un circo, con elefantes, payasos y monos. Y me fui detrás del circo.

Ya no volví más a la escuela.

Cuando llegué a mi casa mi padre me pegó una paliza que me quedé tirado en el suelo.

Al día siguiente me llevó a trabajar a un cortijo en el que trabajaba él. Yo tenía 13 años. El cortijo se llamaba Las Tiesas.

Con 13 años trabajé trillando, cogiendo piedra, cogiendo aceitunas, garbanzos y cuidando yeguas.

En Las Tiesas estuve un año trabajando muy duro y mal comido.

Un día, tenía yo 14 años, estaba cuidando yeguas, y dos o tres se metieron en la siembra porque no había alambradas y era muy difícil controlarlas.

El encargado las vio y me empezó a insultar, diciéndome de muy malas formas que para qué estaba yo, que no valía para nada, que me iba a despedir.

Le dije: “Sabes lo que te digo, que las cuides tú con los cuernos, hijo de puta.”

Para eso, en aquellos tiempos, con 14 años, había que tener muchos cojones. Cogí y me fui andando del cortijo hasta Infantes. Había 20 kilómetros, y los hice a pie.

Cuando pasé por Cózar me paré en la fuente que había a la entrada. No exagero si digo que me bebería 5 litros de agua.

Cuando llegué a Infantes y me vio mi madre me preguntó que qué hacía allí, y se lo expliqué.

Me dijo, “Madre mía, cuando venga tu padre lo que te espera.”

Me pidió que me fuera para el cortijo, pero le dije que ni muerto volvía más allí.

La pobre de mi madre dijo, “Pues la que te espera cuando venga tu padre… Te mata”. Contesté que me daba igual, pero al cortijo no volvía jamás.

Así fue. Cuando volvió mi padre me pegó una paliza con la correa que tuve que meterme debajo de la cama. Pero yo no volvía más al cortijo.

También tuve suerte porque un primo mío era encargado de una fábrica de pan, que llamaban la Fábrica de los Perros, y me metió a repartir pan con un carrillo por las calles de Infantes.

Ahí estuve bastante tiempo, y me salí para trabajar en los albañiles, en un almacén de construcción, porque ganaba más. Pero trabajaba muy duro descargando camiones de yeso, de cemento, de ladrillos… y todo a mano. Ahí tenía 15 años.

Luego probé en varios trabajos más; de zapatero, y en una tienda de comestibles, de la que me echaron por mangar dinero. Y otra paliza de mi padre.

Así transcurría mi vida, entre trabajo duro, palizas de mi padre, mal comido, y haciendo trastadas.

El último trabajo que tuve antes de marcharnos de Infantes fue picando piedra en un camino que tenía muchos baches. Para arreglarlos, en los socavones se echaban piedras grandes, y con un martillo de mango largo partíamos las piedras, sin guantes, las manos sangrando, y a medio comer. Por eso nos fuimos a Valencia; para mejorar el porvenir.

Y hasta aquí mi vida de perros en Infantes, pueblo al que quiero mucho, porque de allí es mi raza.


Las fatigas de un 


maletilla (II)




Julio César Sánchez / CIUDAD REAL



Los cuernos de Valdepeñas

Ahora empieza mi afición a los toros.

Yo cogí un poco de afición viendo una novillada en un pueblo. Toreaba José Sáez “El Otro”. Se anunciaba así porque se parecía a El Cordobés.

También toreaba un paisano mío, que se llamaba Julián Torrijos. Los novillos eran de Luis Frías.

Ahí empezaron a gustarme los toros un poco, pero cuando me entró la afición de verdad, no se me olvidará nunca, fue viendo la película de Palomo Linares “Nuevo en esta plaza”, de cuando se fue de maletilla de Linares y volvió de figura de los novilleros; de ser de una familia muy pobre pasó a volver rico a su pueblo.



Eso a mí se me quedó grabado. Esa película de Palomo me cambió la vida.

Lo tenía claro. Iba a ser torero.

Y encima, en el descanso de la película dijeron por los altavoces que mi paisano Julián Torrijos toreaba al día siguiente en La Solana. Y toda la gente aplaudiendo.

Era un cine de verano. Se llamaba Cine Florida.

Cuando salí del cine ya no era el mismo. Dije “Voy a ser como Palomo Linares”. Ya no pensaba en nada más que en los toros.

A la semana de ver la película cogí una cortina vieja de mi madre y con un palo hice como una muleta. Me iba de noche a torear para que no me viera nadie. Iba a las eras que había a la salida de Infantes hacia Valdepeñas, y así mataba la afición.

Al poco tiempo conocí a uno que también quería ser torero. Se llamaba Curro Torrijos. Era hermano del novillero de mi pueblo, Julián Torrijos.

Pronto nos hicimos amigos. Andábamos siempre juntos.

Un día, estábamos jugando en la plaza que llamaban de La Trinidad. Allí había un corralón y vimos que la puerta estaba medio abierta. Entramos, vimos que estaba abandonado, y que había un rodal muy bueno para entrenar.

Acordamos ir allí por las tardes, y así lo hicimos.

Fuimos el primer día; yo con mi cortina vieja como muleta, y Torrijos con una manta que nos servía de capote. Allí íbamos cuando no teníamos que trabajar.

Cuando llevábamos un mes toreando de salón, si es que aquello era toreo de salón, empezaron a llegar críos para vernos.

Había días que entraban catorce o quince chavales. Se lo pasaban mejor que nosotros. Ellos como viendo un juego. Pero nosotros íbamos en serio.

Pasando el tiempo, seguíamos entrenando en el corralón de la plaza de La Trinidad, y cada vez iban más chavales.

Un día, pasaba por Infantes un coche anunciando una novillada con picadores en Valdepeñas.

Iba diciendo “Toros en Valdepeñas. Gran novillada con picadores. Novillos de Luis Frías para el rejoneador Ángel Peralta y los novilleros Calatraveño, Ángel Teruel y Jacobo Belmonte.”

Cuando vi cómo anunciaban la novillada me dije “A esa voy yo como sea”.

Así que llegó el día y, sin decírselo a nadie, ni a mi amigo Torrijos, me puse en la carretera después de comer.

Era festivo.

Me fui después de comer con el fin de que no se mosquearan mis padres.

Me puse haciendo dedo a un kilómetro de Infantes para que no me viera nadie. Llevaba 50 pesetas.

Por entonces pasaban muy pocos coches de mi pueblo o de Valdepeñas, pero me paró un camión que venía de Alcaraz. Iba a coger la carretera general a Valdepeñas. Serían las tres o las cuatro de la tarde. Me dejó en Valdepeñas y me fui para la plaza de toros.

Yo nunca había estado en Valdepeñas.

Llegué a la plaza de toros. Faltaría una hora. No llevaba dinero para la entrada. Llevaba las 50 pesetas. Total, que me puse por donde entraban los toreros, y al pasar uno de ellos le dije a un mozo de espadas si me podía dar una entrada porque quería ser torero. Me preguntó que de dónde era. Le dije que de Infantes y que había ido haciendo dedo.

Y me dio una entrada.

Estuve viendo la novillada y no podía estar más feliz.

No había mucha gente, y yo allí solo. La primera vez fuera de mi pueblo, pero más feliz que el Guerra viendo la novillada.

Cuando acabó me dije: “Con el tiempo yo seré como estos.”

Me causó sensación Ángel Teruel por lo joven que era. Llevaba un traje blanco y plata.

Luego me enteré de que tenía 16 años, ¡y ya toreaba con picadores! Yo tenía 15 años y no había toreado ni una becerra. Pero claro, era normal. En mi pueblo no había ambiente taurino ninguno.

Total, que acabó la novillada y al salir pasé por donde estaban descuartizando a los novillos.

Me entró una idea de repente, y le pregunté a un carnicero si me podían dar dos cuernos de los novillos. Me pidió 75 pesetas, y yo le dije que no tenía nada más que 50.

Aceptó las 50. Le pedí que me cortara los dos cuernos juntos, y le di los 10 duros de mi alma. Me preguntó que de dónde era. Le contesté que de Infantes.

Recuerdo que me dijo “Si un día eres torero, a ver si me das una entrada.”

Y yo pensé para mí “Sí, después de cobrarme las únicas 50 pesetas que tenía, te voy a dar una entrada. ¡Y una mierda!”

Así que cogí los cuernos, y me fui buscando la salida de Valdepeñas a Infantes.

Llegué a la carretera. Estaba anocheciendo. Y yo con los cuernos.

Los dejé en la cuneta y me puse a hacer autostop.

Veía que se hacía de noche y no pasaban coches.

En aquel momento me pasaban un montón de pensamientos, y ninguno bueno. Me dije, “Me quedo aquí a dormir debajo de un árbol.” Estaba acostumbrado a dormir en los cortijos en sacos de paja.

Al final tuve suerte. Pasó uno de mi pueblo que me conoció enseguida. Era pescadero. Venía de Valdepeñas con pescado. Le llamaban El Vizco.

Cuando le pregunté si podía echar los cuernos me dijo “Palero (a mi padre le llamaban Palero, y nunca supe por qué), ¿pero dónde vas con esos cuernos?”. Y me dijo, “Madre mía, cuando te vea tu padre con los cuernos te mata.”

Me hizo ese comentario porque conocía a mi padre, y sabía que tenía muy mala leche.

Le dije que mi padre no los vería, y que los había cogido porque quería ser torero, para entrenar con Curro Torrijos, que también quería serlo.

Antes de llegar a Infantes, a un kilómetro, en las eras, había una casa vieja, medio hundida. Me bajé, cogí los cuernos -ya era de noche- y los escondí para ir al día siguiente a recogerlos.

Cuando me levanté fui a ver a Curro Torrijos. Le comenté lo de los cuernos y me dijo “Vamos a por ellos.” Fuimos y allí estaban. Los dejamos en el mismo sitio, y nos volvimos para el pueblo.

No recuerdo a quién se lo comentamos, pero alguien nos dijo que teníamos que meterlos en cal viva para que se fuera la carne que llevaban dentro.

Así lo hicimos. Los tuvimos dos días en cal viva y se quedaron limpios.

Nos los llevamos al corralón del barrio de la Trinidad, donde entrenábamos. Madre mía, cuando los vieron los críos, todos querían tocarlos.

Empezaron a ir a vernos cada día más. Nos dimos cuenta de que podíamos sacar un dinero, y les empezamos a cobrar.

A algunos les cobrábamos algo más, y a otros no les cobrábamos nada porque estaban tiesos.

A los que no pagaban les dejábamos pasar a condición de que dijeran que habían pagado, y en una semana habíamos sacado más de lo que habían costado los cuernos.

Juntamos el dinero y yo cogí mis 50 pesetas. Sin embargo Torrijos me decía que no, que ese dinero era de los dos.

Estuvimos a punto de pelearnos. Me sacaba dos años, y tenía fama de borde y malo, pero no me asustaba. Yo también era chungo. 

Le dije “Si no cojo los 10 duros, me llevo los cuernos.”

Cogí los cuernos con muy mala hostia, y se dio cuenta de que lo decía en serio. Entonces me dejó que cogiera mis 50 pesetas. Y dije “Ahora sí, los cuernos son de los dos.”

La cosa se quedó clara y seguíamos entrenando.

Cada día esperábamos a que se fueran los críos para esconder los cuernos.

Había días que se juntaban 30 chavales para vernos entrenar.

Les dejábamos tocar los cuernos. Yo les mentía y les decía que eran de un toro de Madrid.

Madre mía, se ve que los críos lo comentaron por el pueblo y empezaron a ir mayores también. Se enteró todo Infantes. Hasta mi padre.

Ya éramos los dos toreros, Torrijos y yo, el hijo del Palero.

Cogió un día mi padre y fue a vernos cuando estábamos entrenando. Le dije que los cuernos eran de Torrijos para no perderlos. Se quitó la correa y me fue pegando hasta casa.

Al llegar, en el patio había varias columnas; me ató a una de ellas con una cadena y un candado a la pierna. Los vecinos no se lo podían creer.

Le decían a mi padre, “Alfonso, que tu hijo no es un perro. Como se entere la policía vas a ir a la cárcel.” Y mi padre les decía que le daba igual la policía, pero que yo dejaba los toros o me mataba.

Así aviaba mi padre. Me acuerdo como si fuera hoy.

Me ató un día nada más porque se metieron todos los vecinos con él. Benditos vecinos.

Y yo seguía con los entrenamientos. Eso sí, controlando de entrenar cuando mi padre estaba trabajando.

Así transcurría mi vida en Infantes, mi pueblo, donde nació toda mi raza.

Llegó el día en que, por culpa del trabajo, por mediación de un paisano que estaba en Valencia, nos tuvimos que ir a la ciudad del Turia. Yo estaba picando piedras sin guantes en un camino, con las manos sangrando…

Total, que aquí se acabó mi vida en mi pueblo. Y nos fuimos a Valencia. Yo tenía 17 años.

CONTINUARA

Jose Luis Cuevas

Montaje y Editor

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