CÓRDOBA DE FINITO
Hay
relojes que siempre van con retraso. Sin ir más lejos, los que cuentan las
horas para reconocer la excelencia alcanzada por nuestros más preclaros
paisanos. Acaso por aquello de que no hay mal que cien años dure, fue exactamente
un siglo el tiempo de espera para que el hijo más predilecto de Córdoba –
Manuel Rodríguez “Manolete” – fuera proclamado como tal, y, aunque algo menos, Manuel
Benítez “El Cordobés” también aguardó lo suyo hasta alcanzar la dignidad que
hoy, merecidamente, todos le reconocen. En esta ocasión, la Junta de Andalucía
y su delegado del Gobierno en Córdoba - gracias, Adolfo, por la sensibilidad
demostrada - han atendido con puntualidad la propuesta presentada por la
Fundación Toro de Lidia en Córdoba, reconociendo a Juan Serrano “Finito de
Córdoba” con la más alta distinción autonómica en el ámbito provincial: la
bandera de Andalucía, esa que ha paseado orgulloso durante décadas del uno al
otro confín.
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Ahora
que tanto se discute acerca de la memoria histórica, hablaré de la mía. A principios
de los ochenta del siglo pasado en una grada de sol de la plaza de Los Califas,
una tarde en la que nada interesante sucedía en el ruedo, un viejo aficionado
me dijo: <<Niño, ya queda menos. Cada treinta años Córdoba regala al
mundo una figura del toreo>>. Mal podía pensar entonces que, apenas
un par de años después, se cumpliría la profecía con el advenimiento de un
chaval - fino como su apodo - que, al igual que otros ilustres cordobeses como
Antonio Gala, Julio Anguita o Vicente Amigo, había nacido lejos de su ciudad,
quién sabe si porque Córdoba, realmente, no tiene fronteras. Y supimos de la
historia de un niño al que le bastó un esbozo de verónica con un saco de pienso
para demostrar que había nacido torero; de sus tardes de domingo en el zaguán
de la capilla de la Monumental de Barcelona intuyendo el brillo de un traje de
luces tras una cortina de terciopelo burdeos; del debut en una plaza de toros
de un parque de atracciones con tiovivos vacíos y tendidos llenos; de trabajos enlosando
suelos para comprar una muleta con la que poder tocar el cielo; de carreteras
interminables que siempre acababan en una placita de tientas en la que intentar
dar un muletazo; y del adolescente que cambió su casa por su tierra porque la
distancia es menos cuando de Córdoba se trata. Y aprendimos que en el coso de
Los Califas cabían cerca de veinte mil personas…y otros miles sin entrada en la
cola de la taquilla; que la selectividad no era lo más importante de nuestras
vidas aquel mayo del noventa y uno; que la feria en el lejano desierto de El
Arenal no era un obstáculo para colgar el << no hay billetes >> en la
otra punta de la ciudad; y que, en
definitiva, la gloria de los toreros de Córdoba no sólo era cosa de los libros
de Historia.
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Décadas
después, la vida me premió con su generosa amistad y el privilegio de compartir
junto a su familia muchos momentos inolvidables. Hoy sigo aprendiendo a su lado,
y renuevo mi orgullo de pertenencia a la causa “finitista” cada vez que se
anuncia en los carteles. Admiro su firme compromiso con la estética y la ética,
pese a que estos conceptos coticen a la baja en unos tiempos de insoportable
vulgaridad. Me asombra la innegociable fidelidad a un modo cabal de entender la
tauromaquia, aunque por ello deba pagar el peaje de la incomprensión. Me
entristece cuando, de manera injusta y amnésica, se orilla su nombre en la que
siempre será su plaza, y es que, dígase lo que se diga, una feria de Córdoba
sin Finito siempre es menos feria. Envidio que el paso de los años sólo puedan
demostrarlo echando un vistazo a su carné de identidad, y no puedo reprimir una
sonrisa nostálgica cuando, en cualquier tentadero, veo las furtivas miradas de
admiración que le dirigen quienes, como yo soñé un día, quieren ser toreros.
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Este
año, cuando la primavera asome por el Guadalquivir, volveré a ilusionarme con
Finito desde el tendido de cualquier plaza. Antes lo hacía con mis padres; hoy
tengo la suerte de que me acompañe mi hijo, a quien, con la boca pequeña, le
censuro que en cada viaje me repita: << Papá, cuéntame otra vez lo del
día del indulto de “Tabernero”>>. Decía Orson Welles que, de haber nacido en
España, estaría orgulloso de haber vivido en el mismo siglo que “Manolete”. Sé
de lo que hablaba, pues no en vano yo lo estoy de hacerlo en la Córdoba de
Finito.
Francisco
Gordón Suárez
Abogado
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