sábado, 22 de febrero de 2025

 

CÓRDOBA DE FINITO



 

Hay relojes que siempre van con retraso. Sin ir más lejos, los que cuentan las horas para reconocer la excelencia alcanzada por nuestros más preclaros paisanos. Acaso por aquello de que no hay mal que cien años dure, fue exactamente un siglo el tiempo de espera para que el hijo más predilecto de Córdoba – Manuel Rodríguez “Manolete” – fuera proclamado como tal, y, aunque algo menos, Manuel Benítez “El Cordobés” también aguardó lo suyo hasta alcanzar la dignidad que hoy, merecidamente, todos le reconocen. En esta ocasión, la Junta de Andalucía y su delegado del Gobierno en Córdoba - gracias, Adolfo, por la sensibilidad demostrada - han atendido con puntualidad la propuesta presentada por la Fundación Toro de Lidia en Córdoba, reconociendo a Juan Serrano “Finito de Córdoba” con la más alta distinción autonómica en el ámbito provincial: la bandera de Andalucía, esa que ha paseado orgulloso durante décadas del uno al otro confín.



 Ahora que tanto se discute acerca de la memoria histórica, hablaré de la mía. A principios de los ochenta del siglo pasado en una grada de sol de la plaza de Los Califas, una tarde en la que nada interesante sucedía en el ruedo, un viejo aficionado me dijo: <<Niño, ya queda menos. Cada treinta años Córdoba regala al mundo una figura del toreo>>. Mal podía pensar entonces que, apenas un par de años después, se cumpliría la profecía con el advenimiento de un chaval - fino como su apodo - que, al igual que otros ilustres cordobeses como Antonio Gala, Julio Anguita o Vicente Amigo, había nacido lejos de su ciudad, quién sabe si porque Córdoba, realmente, no tiene fronteras. Y supimos de la historia de un niño al que le bastó un esbozo de verónica con un saco de pienso para demostrar que había nacido torero; de sus tardes de domingo en el zaguán de la capilla de la Monumental de Barcelona intuyendo el brillo de un traje de luces tras una cortina de terciopelo burdeos; del debut en una plaza de toros de un parque de atracciones con tiovivos vacíos y tendidos llenos; de trabajos enlosando suelos para comprar una muleta con la que poder tocar el cielo; de carreteras interminables que siempre acababan en una placita de tientas en la que intentar dar un muletazo; y del adolescente que cambió su casa por su tierra porque la distancia es menos cuando de Córdoba se trata. Y aprendimos que en el coso de Los Califas cabían cerca de veinte mil personas…y otros miles sin entrada en la cola de la taquilla; que la selectividad no era lo más importante de nuestras vidas aquel mayo del noventa y uno; que la feria en el lejano desierto de El Arenal no era un obstáculo para colgar el << no hay billetes >> en la otra punta de la ciudad;  y que, en definitiva, la gloria de los toreros de Córdoba no sólo era cosa de los libros de Historia.



 Décadas después, la vida me premió con su generosa amistad y el privilegio de compartir junto a su familia muchos momentos inolvidables. Hoy sigo aprendiendo a su lado, y renuevo mi orgullo de pertenencia a la causa “finitista” cada vez que se anuncia en los carteles. Admiro su firme compromiso con la estética y la ética, pese a que estos conceptos coticen a la baja en unos tiempos de insoportable vulgaridad. Me asombra la innegociable fidelidad a un modo cabal de entender la tauromaquia, aunque por ello deba pagar el peaje de la incomprensión. Me entristece cuando, de manera injusta y amnésica, se orilla su nombre en la que siempre será su plaza, y es que, dígase lo que se diga, una feria de Córdoba sin Finito siempre es menos feria. Envidio que el paso de los años sólo puedan demostrarlo echando un vistazo a su carné de identidad, y no puedo reprimir una sonrisa nostálgica cuando, en cualquier tentadero, veo las furtivas miradas de admiración que le dirigen quienes, como yo soñé un día, quieren ser toreros.



 Este año, cuando la primavera asome por el Guadalquivir, volveré a ilusionarme con Finito desde el tendido de cualquier plaza. Antes lo hacía con mis padres; hoy tengo la suerte de que me acompañe mi hijo, a quien, con la boca pequeña, le censuro que en cada viaje me repita: << Papá, cuéntame otra vez lo del día del indulto de “Tabernero”>>.  Decía Orson Welles que, de haber nacido en España, estaría orgulloso de haber vivido en el mismo siglo que “Manolete”. Sé de lo que hablaba, pues no en vano yo lo estoy de hacerlo en la Córdoba de Finito.

 


Francisco Gordón Suárez

Abogado








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